Julio Ramón Ribeyro: "El amor a los libros"
Por Cesar Antonio Chumbiauca - marzo 08, 2017
El siguiente texto escrito por Julio Ramón Ribeyro fue publicado en el diario El Comercio el 14 de julio de 1957. Para esta publicación fue extraído del libro de Carlos Thorne: La Generación del 50 y el periodismo: un testimonio personal (Universidad de San Martín de Porres, 2007, pp. 250-253).
Alfredo González Prada
cuenta que su padre, don Manuel, sentía por los libros un respeto casi
religioso, al extremo que era incapaz de subrayarlos o trazar notas marginales.
Se contentaba con redactar largas tiras de comentarios que añadía
cuidadosamente al final de cada libro leído. Todo ello indica que don Manuel no
amaba a los libros, sino que era un “respetuoso” lector.
En
realidad, existe un amor físico a los libros muy diferente al amor intelectual
por la lectura. Por lo general, el gran lector no ama los libros, así como el
don Juan no ama a las mujeres. El gran lector coge los libros conforme caen en
sus manos, los usa y los olvida. El amante de los libros, en cambio, los ama en
sí mismos como cuerpos independientes y vivos, como conjunto de páginas
impresas que es necesario no solamente leer, sino palpar, alinear en un
estante, incorporar al patrimonio material con el mismo derecho que al bagaje
del espíritu. El amante de los libros no aspira solamente a la lectura sino a
la propiedad. Y esta propiedad necesita observar todas las solemnidades,
cumplir todos los ritos que la hagan incontestable.
El
amor a los libros se patentiza en el momento mismo de su adquisición. El
verdadero amante de los libros no tolera que el expendedor se los envuelva.
Necesita llevarlos desnudos en sus manos, irlos hojeando por el camino; meter
los pies en un charco de agua, sufrir todos los trastornos de un primer
encantamiento. Llegando a su casa, lo primero que hará será grabar en la página
inicial su nombre y la fecha del suceso, porque para él toda adquisición es una
peripecia que luego será necesario conmemorar. Con el tiempo dirá: “Hace tantos
años y tantos días que compré este libro”, como se dice: “Hace tanto tiempo que
conocí a esta mujer”.
Cumplido
este requisito, el amante de los libros, cogerá el primer objeto que encuentre
a su disposición -sea regla, tarjeta u hoja de afeitar- y comenzará a cortar
las páginas del libro y lo irá leyendo progresivamente con vehemencia, con
sobresalto; como se ama a una novia conforme se la va descubriendo. Y durante
el proceso de la lectura no resistirá ninguna tentación. Lo cubrirá de caricias
y rasguños. Las páginas se irán cubriendo de “ojos” admirados, de objeciones marginales
a sus ideas atrevidas, de interrogaciones a sus párrafos oscuros. Y solamente
así -después de haberlo hecho viajar en tranvía, después de haberse introducido
con él a la cama- podrá decir que ha leído ese libro, que lo ha poseído, que lo
ha amado.
Es
por este motivo que el amante de los libros es intolerante con los libros
ajenos. Leer un libro ajeno es como leerlo a medias. Si el libro es nuevo el
lector necesitará observar cierta cortesía -forrarlo, probablemente-
necesitará, además ser condescendiente con sus ideas, aceptar políticamente
algunos puntos discutibles, combatir de continuo sus impulsos voraces y
contentarse, por último, a dar aquí y allá un ligero toquecito a fin de no
hacer ostensible, a ojos del propietario ese abuso de confianza. Si el libro
prestado es viejo y releído la situación varía radicalmente. El lector se
enfrentará a él con la animosidad, con el escepticismo de quien se apresta
recorrer una floresta yá explorada, de la cual se ha recogido sus más sabrosos
frutos. Cuando más, se limitará a descubrir algún rincón oculto que pasó
inadvertido al propietario y en el cual pondrá el regocijo de un verdadero
hallazgo.
Por
esta misma razón, el amante de los libros no puede frecuentar las bibliotecas
públicas. El acto le parecerá tan humillante y pernicioso como visitar las
casas de tolerancia. Los libros puestos a disposición de la comunidad son
libros indiferentes, son libros fríos con los cuales no nace un acto de
verdadero amor, no se crea una relación de confianza. Frente a ellos,
solamente, podrá a veces practicarse algún acto de brutalidad, como arrancar
una de sus páginas. Hay gente, sin embargo, que sólo lee en las bibliotecas
públicas y eso revela, en el fondo, una profunda incapacidad para amar.
Un
libro leído y amado es un bien irremplazable. Al gran lector no le pesará
perder o regalar un libro suyo porque podrá adquirir otro idéntico. Para el
verdadero lector no existen libros idénticos, por semejantes que sean. Cada
libro es para él una amistad con todas sus grandezas y sus miserias, sus
disputas y sus reconciliaciones, sus diálogos y sus silencios. Al releer estos
libros -el amante es sobre todo un relector- irá reconociendo sus horas
perdidas, sus viejos entusiasmos, sus dudas inútiles. Un libro amado es un
fragmento de vida, Perdido el libro, queda un vacío en la memoria que nada
podrá remplazar. Los verdaderos amantes de los libros inscriben su vida en
ellos. Se podría adivinar el carácter de una persona, se podría incluso trazar
su biografía, examinando no solo qué libros ha leído, sino cómo los ha leído.
El
amor a los libros, como toda pasión violenta, está sujeto a una serie de
arbitrariedades. A menudo, por atención al formato se es injusto, se es injusto
con el contenido. Es frecuente tener a nuestra disposición durante muchos meses
un libro sin que nos dignemos a abrirlo porque su encuadernación nos produce
una viva antipatía. Un amigo me confesaba que durante mucho tiempo Stendhal le
pareció un mal escritor, porque la edición de Rojo y Negro que tenía era una edición vulgar, mal
vestida, plena de errores tipográficos. Pero le bastó ver la misma novela en
una bella vitrina ataviada no se sabe para qué feria, para que de inmediato
cobrara por ella una simpatía irresistible. La consiguió, naturalmente, y hasta
la fecha –la novela- no la ha quitado de su cabecera.
Esto
no quiere decir que el amante de los libros se deje seducir por el lujo. Para
él, una edición áspera al tacto, una edición plebeya será tan inadmisible como
una en papel Holanda. Hay libros que por su insolente belleza intimidan: su
forro de piel, el oro que recarga su superficie nos indican de inmediato que
debe tratarse de un libro caro, de un libro incómodo y difícil de usar, el cual
no podremos, por ejemplo, poner en la mesa de un restorante sin que corra el
peligro de mancharse. Despertaría, además, la codicia de nuestros amigos, y no
faltaría uno que lo pidiera prestado por una noche y no lo devolviera jamás.
Un
libro, para ser amado, necesita poseer otras y más delicadas cualidades.
Necesita, en realidad, un mínimo de decoro, de gusto, de misterio, de
proporción; en suma, aquellas cualidades que podemos exigir, discretamente, en
una mujer. Por esta razón es que entre las mujeres y los libros existen tantas
secretas correspondencias. Hay libros que terminan su vida solitarios, que
jamás encuentran un lector. Hay lectores que jamás encuentran su libro.
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